viernes, 3 de julio de 2009

La formación docente inicial como trayectoria

Estela B. Cols


1. Los propósitos
Quienes trabajan en la formación docente inicial saben de la complejidad de la tarea. Y perciben, además, que su carácter inherentemente complejo parece haberse intensificado en virtud de un entramado de condiciones que atañen a lo cultural, lo político, lo institucional, por un lado, y otras ligadas a la naturaleza de la acción docente, la definición de la propia profesionalidad y el tipo de saberes que involucra.
Es de cara a esta complejidad que emprendemos la reflexión alrededor de la idea de “trayectoria”. Este documento acerca al lector un conjunto de ideas e interrogantes acerca de esta noción y sugiere algunas líneas de trabajo que permitan acompañar y sostener el recorrido de los estudiantes desde la institución de formación, particularmente en lo que respecta a su propuesta curricular y a las prácticas de enseñanza que en ella se desarrollan.

2. Formación docente, trayectoria
La idea de formación remite a una dinámica de desarrollo personal, un trabajo sobre uno mismo a través del cual un sujeto se prepara, se “pone en forma”, como señala Ferry, para una determinada práctica profesional. (Ferry, 1997)
Reflexionemos acerca de estos rasgos. En primer lugar, dinámica alude a devenir, a un proceso que articula aprendizajes de muy diverso tipo, llevados a cabo en diferentes instancias y contextos. Requiere de la mediación de otros, sin duda, pero también de una buena dosis de trabajo sobre uno mismo. “Sólo hay formación cuando uno puede tener un tiempo y un espacio para el trabajo sobre sí mismo” (Ferry, 1997: 56)
Este trabajo de vuelta, de reflexión, es indispensable y sobre este punto llaman la atención numerosos autores de orientaciones teóricas diversas. Es central que se produzca y, por ende, es necesario pensar en las condiciones que permitan propiciarlo, los momentos, los tiempos, las actividades. Sería riesgoso, como a veces se sugiere, darlo por garantizado y dejar librada su emergencia a las circunstancias y posibilidades individuales de los estudiantes.
Por otra parte, este repliegue sobre sí no designa “una actividad más”, separada del conjunto de los aprendizajes curriculares que lleva a cabo cotidianamente el alumno. Por el contrario, estas “vueltas reflexivas” -sobre los aprendizajes previos y en curso, sobre las perspectivas de los otros y la propia, sobre las prácticas de enseñanza, sobre la escuela vivida, deseada y requerida, sobre la biografía escolar y sobre el proyecto personal de ser docente, etc.- constituyen una dimensión constitutiva de una propuesta formativa.
En segundo lugar, dijimos, se prepara para una práctica. Esto implica que la referencia de los contenidos que es necesario poner a disposición de los futuros profesores, no está constituida sólo por un conjunto de saberes eruditos. Estos contenidos remiten, en gran medida, a prácticas sociales y a todos aquellos elementos constitutivos de esa práctica –conocimientos, destrezas, disposiciones, modos de pensar y valorar-. La práctica pedagógica de los docentes es la referencia
[1], en este caso, y ello abre una serie de interrogantes y problemáticas.
Las prácticas de enseñanza escolares han incrementado también su complejidad, y de manera sustantiva. La mutación de las finalidades educativas de la escuela, la inestabilidad de los marcos de referencia, la diversidad de los grupos de alumnos, la persistencia de desigualdades en el acceso a los bienes culturales, la aceleración de los cambios en las formas de vida y en las transformaciones tecnológicas, el debilitamiento de los lazos sociales, son sólo algunos ejemplos que permiten dar cuenta de esta situación.
Las referencias son mucho más complicadas de discernir, porque, como señala Perrenoud “ellas forman una nebulosa, porque la diversidad es la regla, porque la opacidad de los actos de los enseñantes es a veces muy fuerte, porque no hay emblemas o quienes portan la palabra autorizada de los prácticos” (Perrenoud, 1994:3). Las concepciones se confrontan entre sí y dan lugar a un extenso abanico de prácticas diferentes y por cierto, contradictorias, irreconciliables. Y no hay consenso entre los propios docentes en ejercicio, pero tampoco entre los formadores acerca de lo que significa ser un buen maestro o profesor.
Por último, la práctica requiere a menudo ser transformada, o al menos mejorada. Orientarse hacia la práctica remite entonces a la tensión entre preparar al estudiante para que pueda desempeñarse eficazmente en ella y, a la vez, que pueda ser un agente de cambio de aquellos aspectos que requieren ser modificados. En términos de Perrenoud, nuevamente, tenemos que elegir entre una posición más conservadora o realista -hacemos de los futuros enseñantes verdaderos “peces en el agua”- y una más idealista -hacemos de los futuros enseñantes una suerte de “peces pilotos”, que prefiguren lo que vendrá y estimulen el aggiornamiento de sus colegas-. Preparar para la práctica implica, por lo tanto, opciones políticas y posicionamientos.
¿Qué saberes para esas prácticas? Esto depende, en gran medida, de cómo se conceptualice la práctica. Nos hallamos aquí también ante una situación de considerable complejidad, en primera instancia, por los cambios acaecidos en las concepciones de lo que significa aprender y enseñar y por el avance de los conocimientos relativos a estos procesos. La idea de buen aprendizaje se ha modificado, y, en relación con ello, lo que se espera del alumno y del docente. Hasta no hace mucho tiempo, la concepción de aprendizaje más extendida, hacía referencia a la capacidad de adquirir información y ponerla en juego en diferentes situaciones cuando ésta era requerida. Hoy, sin embargo, interesa además, que los alumnos comprendan y construyan significados, que desarrollen capacidades de análisis y resolución de problemas, que participen de proyectos y experiencias de aprendizaje cooperativo, etc. Estas ideas parecen ser dominantes en el discurso pedagógico contemporáneo. Las referencias a la buena enseñanza incluyen, por ende, la posibilidad de promover aprendizaje activo y a la vez en profundidad, atender a la diversidad de los alumnos, brindar oportunidades para el aprendizaje colaborativo, asumir colectivamente la responsabilidad de la enseñanza en el seno de la institución, construir relaciones con sus alumnos basadas en el respeto y en el cuidado (Darling-Hammnond, 1997). El propio conocimiento disciplinar también avanza y cambia de modo vertiginoso. Se incorporan, así, nuevos contenidos al currículo escolar y se redefinen otros. Todo ello demanda la actualización permanente de los saberes disciplinares a enseñar en la formación inicial.
Los saberes que debe reunir un docente son múltiples y de diversa naturaleza, no poseen unidad desde el punto de vista epistemológico. En parte, porque la propia enseñanza moviliza distintos tipos de acción. Requiere manejo del contenido, estrategia y pericia técnica para diseñar propuestas válidas y viables, imaginación para sortear obstáculos y restricciones, arte para suscitar intereses y plantear desafíos, capacidad de diálogo con el otro y comprensión, habilidad para la coordinación y la gestión y una buena dosis de reflexión para la toma de decisiones en contextos muchas veces inciertos, para mencionar sólo algunos ejemplos. En tanto no es posible reducir la tarea docente a un tipo particular de acción, el profesor debe disponer de una variedad de saberes y competencias que le permitan obrar adecuadamente en diferentes circunstancias.
[2]
En tercer lugar, si bien la formación docente está orientada a una práctica profesional, las instituciones de educación superior enfrentan hoy, además, el desafío de contribuir a la formación de los estudiantes en tanto estudiantes. Formarse es también adquirir el oficio de estudiante de nivel superior. Entonces, se forma a los futuros maestros y profesores para la práctica profesional pero es necesario trabajar, en el presente, sobre sus prácticas de aprendizaje y de estudio. Y entre ambos procesos pueden generarse puntos de articulación interesantes.
Distintos investigadores, preocupados por el fracaso de los estudiantes en los primeros años de la universidad y otras instituciones de nivel superior, han estudiado la problemática en sus diferentes dimensiones y también los modos de intervenir sobre ella. Algunos de estos autores sostienen que aprender el “oficio” de estudiante es similar a un proceso de socialización e involucra distintos tipos de saberes. Alava (2003) distingue dos dimensiones principales. Dominar el "oficio de estudiante ", es, por un lado, ser capaz de movilizar, en contexto, una serie de métodos y de prácticas necesarias para llevar a cabo plenamente las tareas académicas. Por otro lado, significa ser capaz de integrar los valores y las normas de un medio predeterminado y de desempeñar el papel social esperado por la institución y los actores del sistema. Ser estudiante, en sentido amplio, supone insertarse en una comunidad con normas particulares e incorporar progresivamente nuevos modos de hacer, de relacionarse, de trabajar en clase, de leer un texto, de estudiar y de aprender. Este proceso requiere de la integración de una serie de capacidades cognitivas y de manejo de la información, sociales, de organización y de gestión. (Alava, 2003)
Es una problemática cuyo abordaje y solución resulta difícil. No sólo debido a la propia naturaleza del proceso sino porque el tema se inscribe, además, en una agenda más amplia de debates que alcanzan a la propia función de la educación superior -y, en relación con ello, su organización, su curriculum y su actividad pedagógica- y su articulación con el nivel medio del sistema educativo, en un contexto en que la formación profesional se ha complejizado notablemente frente a la aceleración del avance científico-tecnológico y el crecimiento y diversificación de la población estudiantil. Estas cuestiones no son ajenas, tampoco, al problema de la segmentación del sistema -y la existencia de circuitos de calidad diferenciados- y la desigual distribución del capital cultural entre los estudiantes.
Pensemos ahora en la noción de trayectoria. Desde un punto de vista etimológico trayectoria proviene del modo latino “traiectore” – “traiectum”, que significa arrojar más allá de, lanzar, atravesar, hacer pasar al otro lado. La trayectoria es la línea descrita en el espacio por un punto que se mueve; el recorrido, la curva que sigue un proyectil lanzado por un arma de fuego, la trayectoria de un cometa o de un astro. Y en mecánica es el conjunto de las posiciones sucesivas de de un punto en movimiento, con relación a un sistema de ejes o cuerpos de referencia. (Vezub, 2004)
El término ha sido utilizado en el campo de las ciencias sociales
[3] y cobró considerable importancia en las últimas décadas en la investigación acerca de la docencia. Particularmente, a partir de la obra de Bourdieu. Como sabemos, su posición intenta superar visiones objetivistas y subjetivistas de la acción y, en tal sentido subraya que no se puede concebir lo social como agregación de individualidades ni tampoco la acción individual como determinada por la estructura social. La noción de trayectoria le permite dar cuenta, entonces, de las relaciones entre las posiciones de un actor y el campo social en el que se mueve.
Para este autor, la trayectoria es la “serie de posiciones sucesivamente ocupadas por un mismo agente (o un mismo grupo) en un espacio en sí mismo en movimiento y sometido a incesantes transformaciones” (Bourdieu, 1997:82) Estudiando el campo literario, por ejemplo, es posible describir la serie de posiciones sucesivamente ocupadas por un mismo escritor en los estados sucesivos del campo literario, “dando por supuesto que sólo en la estructura de un campo, es decir (…) relacionalmente, se define el sentido de estas posiciones sucesivas” (Bourdieu, 1997:71-72).
Como vemos, la trayectoria supone temporalidad, cambios. Cambios en los actores y en el propio campo. Las trayectorias se pueden describir, reconstruir a modo de líneas que resultan de la observación de los movimientos de un actor o de un grupo a través del tiempo.
Estas trayectorias se pueden también analizar, tarea que reviste un potencial en términos de comprensión, en primera instancia. En tanto las trayectorias son diversas es posible preguntarse por los recorridos de un actor -sus lógicas, sus cambios, etc.- y por aquellos aspectos que diferencian a los distintos sujetos de un grupo y aquellos en los que se pueden observar recurrencias, puntos de afinidad. Bourdieu recuerda que un análisis privilegiado es aquel que posibilita la observación de la trayectoria no sólo en sí misma sino en relación con el campo:
“Tratar de comprender la vida como una serie única y suficiente en sí misma de acontecimientos sucesivos sin más vínculo que la asociación a un “sujeto” cuya constancia no es sin duda más que la de un nombre propio, es más o menos igual de absurdo que tratar de dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta la estructura de la red, es decir, la matriz de las relaciones objetivas entre las diferentes estaciones” (Bourdieu, 1997: 82)
Entonces, la noción de trayectoria, en esta teoría, representa la posibilidad de recuperar la figura del actor –sus decisiones y movimientos–, en el entendido de que estas posiciones constituyen las resultantes de un campo social más amplio de relaciones.

3. La formación docente en tanto trayectoria
Si pensamos de modo integrado las ideas de formación docente y trayectoria, es posible plantear algunas reflexiones adicionales. Trayectoria se convierte, entonces, en trayectoria de formación llevada a cabo por un sujeto o un grupo, a lo largo del tiempo. Trayectorias diversas, cuya reconstrucción y estudio ponen de manifiesto distintos recorridos posibles, discontinuos en ocasiones, no lineales.
Trayectorias de formación que, a su vez, se engarzan con otras trayectorias. En efecto, en el marco de las instituciones de educación superior los estudiantes llevan a cabo un itinerario en tanto estudiantes, pero este recorrido se liga, se toca y se cruza con otras trayectorias anteriores y paralelas –ligadas a su vida escolar, familiar, laboral, política y cultural–.
Trayectorias, por último, que deben comprenderse “en contexto”. Análogamente a lo señalado por Bourdieu en cuanto a la relación entre trayectorias de los actores y campo social, es posible interpretar esos itinerarios de los sujetos y los grupos en el marco del campo social y educativo más amplio en un contexto histórico dado, pero también en relación con los espacios definidos a partir de recortes meso y micro sociales, recortes que dan cuenta de tramas de relaciones objetivas y de condiciones a nivel institucional, curricular, comunitario, etc.
Sin duda, pensar la formación docente en tanto trayectoria constituye un intento por centrar la mirada en el sujeto en formación. Yendo un poco más lejos, Ardoino hace uso de otros conceptos afines que, en su opinión, reflejan de modo más cabal esta idea y, asimismo, destacan el carácter procesual y dinámico de toda formación. Propone así el par “camino-caminante”, camino que un caminante va haciendo, camino que se está haciendo. Trayecto que requiere tiempo para ser andado –un tiempo pensado no sólo como cronología sino como duración, como cambio, alteración–, y la presencia de partenaires que puedan brindar acompañamiento. (Ardoino, 2005: 32-33)
Ahora bien, ese recorrido se lleva a cabo en el marco de una institución formadora y de un curriculum que, en tanto proyecto, anticipa un sentido y define un trayecto deseado. El texto curricular plasma un conjunto de principios y de saberes así como un tipo de trabajo pedagógico que se considera valioso. Proyecto educativo que, sabemos, no se circunscribe a la versión escrita en el diseño sino que se despliega en prácticas institucionales y en la acción pedagógica de cada uno de los profesores implicados en la tarea formativa.
Por otra parte, tanto la teoría pedagógica y curricular como nuestras vivencias cotidianas nos ponen de manifiesto que los recorridos de los estudiantes son diversos y que pueden, incluso, alejarse de esos itinerarios propuestos. También sabemos de la incertidumbre acerca de los “efectos” de las prácticas curriculares y de enseñanza, y de los resultados no esperados, e incluso no deseados. Y de la tensión constitutiva en la empresa educativa entre intención e instrumentación, entre nuestras aspiraciones pedagógicas y nuestras acciones.
Y no hay en ello, decía Stenhouse, “un error particular de las escuelas y del profesorado. Nos basta mirar a nuestro alrededor para confirmar que ello es parte del destino humano.” (Stenhouse, 1987:27). Es más, él mismo nos recuerda que parte del éxito de la actividad educativa radica en que los resultados que alcanzarán los estudiantes puedan ser impredecibles. Además de entrenamiento, instrucción e iniciación a un conjunto de valores y normas sociales, la educación es, para Stenhouse, inducción, que supone la introducción en los sistemas de pensamiento de la cultura, dando lugar a la comprensión, a la capacidad para captar relaciones y juicios y para establecerlos por uno mismo. “La educación como inducción al conocimiento logra éxito en la medida en que hace impredecibles los resultados conductuales de los estudiantes”. (Stenhouse, 1987:24)
Entonces, es posible pensar también el curriculum como un proceso emergente, abierto a lo inesperado, marcado por la incertidumbre. Como señala Doll, proceso social, de diálogo crítico, en el cual el significado resulta de la interacción entre los participantes. (Doll, 1997)
Llegados a este punto resulta válido preguntarse, aun sabiendo de la incertidumbre y del fracaso, aun cuando se considere deseable estar abiertos a lo emergente… ¿Es posible que las propuestas de formación, en tanto proyecto, expresen –es decir, hagan visible- su sentido formativo, los principios que la sostienen y sus rasgos salientes? ¿Es posible, a su vez, acompañar el recorrido del estudiante, desde las prácticas curriculares y de enseñanza, de modo de evitar que éste quede marcado por la fragmentación y la desconexión?
No se trata, como se ve, de clausurar procesos ni de uniformar prácticas sino de construir, desde el lugar de la intencionalidad que define a toda actividad de formación el lugar posible para el buen acompañamiento de la formación de los futuros docentes. Espacio que se abre a partir de la no aceptación de dos posiciones extremas: la ausencia de un “norte pedagógico” que opere como referencia y ofrezca criterios para orientar la tarea y valorar la pertinencia de las acciones emprendidas
[4] y, por el otro, la creencia de que hay una única manera de hacer el recorrido y de que es posible ejercer un control total de ese proceso.
Intentando pensar en esta línea, es importante destacar, en primera instancia, la idea de aprendizaje como construcción de significados, noción que, como ya señalamos, goza hoy de un amplio consenso, más allá de los matices que permiten diferenciar entre perspectivas teóricas diversas. Asimismo, si estamos interesados en recuperar la formación como trayectoria, es necesario interrogarse, también, por los hilos que permiten hilvanar las numerosas y diversas experiencias por las que el estudiante transita a lo largo de este proceso y posibilitar ese trabajo sobre sí que la formación requiere. Ello nos conduce a colocar en un lugar central de esta reflexión a las relaciones entre experiencia y búsqueda de sentido. Como señalan Splitter y Sharp:
“La construcción del sentido, esto es, el dar sentido y comprender el sentido de las cosas que son importantes y nos preocupan es el más alto objetivo de la educación. (…) Trascender los límites de nuestra propia experiencia por medio de la construcción de relaciones que expandan esos límites es la clave de la construcción de sentido” (Splitter y Sharp, 1996:99)
Retomando a Dewey, los autores señalan que el sentido de una acción está dado por el contexto de las conexiones percibidas en el cual se ubica dicha acción. Encontrar sentido a algo –actividad, concepto, idea, propuesta, interrogante, etc- entonces, significa colocar ese “algo” dentro de un marco que está conectado con algún otro elemento de nuestra experiencia, algo que ya tiene sentido para nosotros.
La atribución de sentido a una acción depende, en gran medida, de las conexiones que puedan establecerse con otras experiencias. Tiene que ver con poder ligarla a experiencias pasadas y al futuro, a los propósitos personales y proyectos compartidos. Se trata, según Barbier, de un trabajo con representaciones que tienen lugar en el contexto de actividades de evocación, reflexión, deliberación, toma de conciencia.
[5] (Barbier, 2000:5)
Estos procesos tienen que ver con el trabajo sobre sí que el sujeto lleva a cabo acompañado por otros en el marco de una propuesta formativa. Como planteamos al inicio, se trata de un aspecto central en el proceso de formación por lo cual merece ser promovido, acompañado y sostenido. Avanzaremos ahora en ese sentido.

4. Acompañar la trayectoria de formación: reflexiones y propuestas

· En relación con el curriculum en tanto proyecto
El curriculum es, por un lado, una norma que define un marco para la actividad pedagógica de las instituciones y los profesores. Bajo la idea de normatividad se alude a que el curriculum es un instrumento para regular y legislar un campo de actividad educativa, más allá de que pueda ser más o menos flexible, más o menos prescriptivo, según los casos. Así, el curriculum expresa una tradición, fija patrones de relación, formas de comunicación y grados de autonomía académica. (Feldman y Palmidessi, 1994)
Por otra parte, el curriculum es un proyecto educativo, que se diseña en diferentes instancias –nacional, jurisdiccional e institucional– y se concreta en las propuestas de enseñanza correspondientes a cada una de las asignaturas, seminarios, talleres, trabajos de campo, etc. Uno de los problemas de su elaboración es lograr que el diseño, en tanto anticipación organizadora, sea consistente y haga visible un sentido formativo y los principios que están en su base.
En efecto, un diseño articula diferentes elementos e intenta resolver, a menudo, una serie de tensiones entre tendencias pedagógicas contrapuestas. La configuración curricular resultante está influenciada por los enfoques adoptados acerca del curriculum y las ideas pedagógicas de quienes participan en el proceso de su construcción, pero involucra también una serie de problemas prácticos. Por ello, resulta difícil, aunque necesario, ensamblar las diferentes piezas en una propuesta que permita albergar una experiencia de formación integrada y orientada hacia las finalidades que se consideran valiosas.
Es posible identificar distintas visiones acerca de la naturaleza de este proceso y acerca de las relaciones entre diseño y desarrollo del curriculum.
[6] Y existen, asimismo, modelos de diseño que proponen diferentes criterios de ordenamiento de sus componentes. El desarrollo de estas cuestiones desborda los límites de este trabajo, pero hay, al menos, tres cuestiones alrededor de las cuales resulta pertinente reflexionar.
En primer lugar, si se piensa al diseño como una configuración
[7], el sentido formativo de un proyecto curricular está dado por la acción conjunta de los diferentes elementos que lo componen. Cada asignatura, segmento, taller, seminario, etc. puede ser analizado en sí mismo, pero, sin duda, la orientación y el contenido en cada caso están dados por el particular lugar que ocupan en la propuesta de formación considerada en forma global. Es por ello que los Planes de Estudio, más allá de sus variaciones, definen la ubicación curricular de una asignatura en un trayecto, su sentido formativo y sus propósitos. Este es el marco a partir del cual los profesores llevan a cabo la tarea de programación de cada una de las unidades que integran el curriculum.
La programación ocupa un lugar decisivo de mediación entre el curriculum y la actividad áulica en cuyo contexto los profesores intentan dar respuesta a interrogantes tales como: ¿cuál es el aporte específico de la materia, taller, seminario, etc. a la formación de este docente?; ¿qué es necesario ofrecer, en líneas generales, para lograrlo?; ¿qué relaciones guarda esta asignatura con otras unidades curriculares? Es en función de este análisis del sentido formativo de su materia en el Plan de Estudios, que los profesores definen sus propósitos, establecen objetivos de aprendizaje, toman una serie de decisiones relativas al contenido –establecen los alcances del contenido, los recortes posibles, las relaciones a establecer, las dimensiones a considerar, la secuencia y la organización interna-, eligen una estrategia de enseñanza y de evaluación.
[8]
De lo anterior se desprende la importancia de fortalecer este aspecto en las prácticas de diseño curricular institucional y en la actividad de programación de los docentes. Es recomendable, por ello, un análisis y evaluación periódicos de la consistencia interna y de las posibles superposiciones y lagunas desde el punto de vista de la formación profesional considerada en su conjunto.
Una segunda cuestión es la relativa a la problemática de la integración, atendida ya en las formulaciones clásicas de la teoría del diseño curricular. Con este término se procura dar cuenta de las relaciones horizontales existentes entre los distintos tipos de conocimientos y experiencias que comprenden el plan. Ello implica la necesidad de anticipar, desde la instancia preactiva, aquellas articulaciones y conexiones que resultan imprescindibles desde un punto de vista curricular y definir los espacios y los tiempos para que este trabajo sea posible. Esta posibilidad se ve limitada, como sabemos, en los diseños organizados por asignaturas independientes, pero existen, de todas maneras, alternativas orientadas al logro de una mayor integración de los aprendizajes, tanto al nivel del Plan de Estudios como de la programación de cada espacio curricular.
[9]
En relación con este tema, Perrenoud (2001) reconoce un doble sentido de la idea de integración: integración como puesta en relación de los diversos componentes de la formación –cuestión a la que acabamos de hacer referencia–, e integración que evoca los procesos de incorporación de los saberes y el entrenamiento para su transferencia y movilización. Muchas veces, señala el autor, se atribuye mágicamente esta función al período de práctica. Por el contrario, considera importante prever en los planes de formación tiempos y dispositivos que apunten específicamente a la integración y a la movilización de los saberes.[10]
En tercer lugar, la necesidad de plantear relaciones verticales a lo largo del curriculum. Las categorías de secuencia y continuidad se emplearon, desde los primeros desarrollos de la teoría curricular para dar cuenta de esta problemática. La secuencia, que puede estar basada en criterios diferentes, permite definir el tipo de relaciones a establecer en el tiempo entre las áreas/asignaturas y contenidos del curriculum, mientras que la continuidad garantiza la repetición o reaparición de algunos componentes a través del curriculum.
Hace tiempo ya, Bruner defendió la importancia de establecer un tipo de secuencia espiralada, en la medida en que posibilita volver sobre un mismo concepto a lo largo del trayecto curricular alcanzando grados de complejidad y abstracción crecientes. (Bruner 1969, 1997) Esta idea de recursividad, aplicable al curriculum mirado en su conjunto, pero también en relación con las diferentes instancias que lo componen, facilita el establecimiento de conexiones y la creación de nuevas categorías, la ampliación de las perspectivas de análisis y puntos de vista con respecto a una misma cuestión.
También hoy, desde una perspectiva posmoderna del curriculum, Doll (1997) enfatiza su importancia. Recursión, señala, se deriva de recorrer, ocurrir nuevamente. No es posible entonces, de acuerdo con este principio, definir un inicio y un final fijo, porque cada segmento, parte o secuencia son vistos como una nueva oportunidad para la reflexión y, de ese modo, los pensamientos se conectan en circuitos cada vez más amplios. La recursividad es diferente, para él, de la mera repetición, precisamente por el papel que juega en ella la reflexión.

· En relación con las prácticas de enseñanza y de aprendizaje
Un curriculum se concreta en las prácticas de enseñanza y aprendizaje que profesores y estudiantes desarrollan cotidianamente. En términos de pensar líneas que posibiliten un acompañamiento de los procesos de formación hay dos aspectos sobre los cuales resulta importante detener nuestra atención.
En primer lugar, recuperar la idea de aprendizaje como construcción de significados, ampliamente difundida entre nosotros. Expresiones como aprendizaje significativo (Ausubel, 1983), aprendizaje plenamente conciente (Langer, 1999), aprendizaje profundo (Enstwistle, 2000) -por mencionar algunos ejemplos- están de algún modo ligadas a esta cuestión. Las corrientes de orientación socioconstructivistas sostendrán, a su vez, que el aprendizaje involucra procesos de negociación de significados en el seno de procesos de interacción. Y advierten, como es el caso de Bruner, el carácter idiosincrásico pero también eminentemente cultural de las interpretaciones de significado:
“La creación de significado supone situar los encuentros con el mundo en sus contextos culturales apropiados para saber “de qué se tratan”.Aunque los significados están “en la mente”, tienen sus orígenes y su significado en la cultura en la que se crean. Es este carácter situado de los significados lo que asegura su negociabilidad y, en último término, su comunicabilidad.” (Bruner, 1997, 21)
En las últimas décadas se ha desarrollado una perspectiva que aporta una mirada interesante en relación con la comprensión y la construcción de significados, particularmente desde el punto de vista de la formación profesional. Se trata de un grupo de investigaciones que sostienen que el aprendizaje es un proceso situado y, en tal sentido, desafían la separación entre lo que se aprende y el modo en que es aprendido y usado.
El conocimiento, como señalan Brown, Collins y Duguid (1989), es un producto de la actividad y de las situaciones en las cuales es producido. Los conceptos no son, pues, entidades abstractas y encerradas en sí mismas sino herramientas. Por esta razón, sólo pueden ser plenamente comprendidos a través del uso y, al hacerlo, el sujeto va adquiriendo una comprensión acerca de la comunidad y la cultura en la cual esos conceptos se emplean.
Las comunidades de práctica, como las comunidades académicas o profesionales, no sólo están unidas por el conjunto de tareas visibles que realizan quienes la integran sino también por redes de creencias intrincadas y socialmente construidas que son esenciales para entender lo que hacen. Para aprender a usar las herramientas, el estudiante debe aproximarse a esos modos de pensar, de enfrentar los problemas, al lenguaje y las normas de esa cultura, enfrentándose a las actividades auténticas de quienes trabajan en ese campo u oficio.
En el caso de la formación docente, las actividades auténticas están constituidas por aquellos problemas que encuentra cotidianamente un maestro o profesor en el aula, en el trabajo con pares, en la relación con los padres, etc. Ellas ofrecen la referencia privilegiada para el aprendizaje de un conjunto importante de herramientas conceptuales que integran el contenido de la formación pedagógica, didáctica y disciplinar. El trabajo a partir de actividades y problemáticas auténticas facilita la movilización de los saberes y el involucramiento de los estudiantes, dando lugar, a su vez, a la emergencia de significados ligados precisamente a su uso en contextos de práctica.
Asimismo, es posible contextualizar los aprendizajes en vistas a la construcción de significados presentando los conceptos, teorías y modelos –tanto de las disciplinas que componen el curriculum escolar pero también de la pedagogía, la didáctica, la psicología, etc. – situándolos en perspectiva histórica a partir de la reconstrucción de los contextos en que determinados problemas emergieron en el propio campo.
En segundo lugar, vale la pena insistir en el valor de la reflexión como dimensión estructurante del trabajo pedagógico en una propuesta de formación docente. Sobre este punto mucho se ha avanzado en los últimos tiempos, produciéndose un abandono de la imagen del profesor como técnico y la construcción de nuevas metáforas en torno a la profesionalidad docente. Este viraje resultó de la convergencia de varias líneas de pensamiento
[11], pero sin duda la difusión en nuestro medio de los trabajos de Stenhouse (1987) y de Schön (1992), tuvieron un impacto decisivo.
Evidentemente, el trabajo de reflexión sobre la práctica se torna imprescindible por la naturaleza propia de la acción de enseñar, que, como venimos diciendo, constituye la referencia central del proceso formativo. La enseñanza enfrenta al docente a un flujo constante de situaciones inéditas y complejas, que tienen lugar en escenarios relativamente inciertos. La naturaleza “práctica” de los problemas educativos exige reflexión y deliberación porque no se resuelven fácilmente mediante la aplicación de un patrón general de acción derivado del conocimiento teórico. (Schwab, 1973) Del mismo modo, señala Schön, que la existencia de espacios indeterminados en toda práctica pone en cuestión la imagen del técnico que traslada sin más una serie de reglas derivadas de un conjunto de principios científicos. (Schön, 1992)
La acción de enseñanza exige, pues, reflexión entendida como la posibilidad de “considerar de modo activo y cuidadoso cualquier creencia o forma de conocimiento a la luz de sus fundamentos y de las consecuencias a las que lleva”. (Zeichner y Liston, 1999:507). Este ejercicio reflexivo atraviesa el curriculum de la formación docente y las prácticas de enseñanza de los diferentes espacios curriculares. No se ciñe solamente al análisis de las decisiones individuales que cada docente debe tomar en el aula. Por el contrario, la formación debiera promover también una mirada sobre la educación, el curriculum y la enseñanza en un sentido más amplio, es decir, en tanto prácticas sociales. Así, las tradiciones pedagógicas y didácticas, las pautas curriculares, los contextos institucionales, el lenguaje de la práctica y los lemas pedagógicos que pueblan las culturas de la enseñanza, pueden volverse objeto de reflexión. Se avanza, de este modo, desde un nivel de reflexión instrumental hacia un nivel de crítica que, según Zeichner y Liston (1999), permite incorporar criterios éticos dentro del discurso sobre la acción práctica.
[12]
La reflexión, en la tradición iniciada por Dewey implica la posibilidad de volver sobre la experiencia, para examinarla a la luz de experiencias pasadas, conectar nuestra experiencia con la de otros, en una red en la que pasado, presente y futuro están entrelazados. El trabajo reflexivo requiere, entonces, recursividad –por ello Doll vincula recursividad y reflexión– y construcción de múltiples relaciones entre los aprendizajes y experiencias que jalonan una trayectoria de formación.
Relaciones que pueden suscitarse a través de diferentes actividades en el contexto de un espacio o actividad curricular –materia, taller, seminario, pasantía, tutoría, etc.-, o de experiencias que propongan el trabajo articulado de más de una asignatura. No se trata, necesariamente, de pensar en instancias curriculares autosuficientes en los que se debe “reflexionar acerca de la práctica” o “se trabaje sobre la propia biografía escolar”, sino más bien de pensar a la reflexión como un aspecto estructurante del curriculum y del aprendizaje de los distintos contenidos que componen el proyecto.

· En relación con la metacognición y la evaluación
La metacognición se refiere, en términos generales, a la capacidad que tiene el sujeto para pensar y reflexionar acerca de su aprendizaje, definir objetivos y regular por sí mismo la actividad, predecir sus éxitos en determinadas tareas y monitorear su comprensión. (Bransford, Brown y Cocking, 2000) Es, por lo tanto, un conocimiento de segundo orden, un conocimiento acerca del conocimiento. Como han señalado distintos autores, desde hace tiempo, la metacognición encierra, por un lado, una dimensión declarativa: los conocimientos que dispone un estudiante acerca de la tarea y acerca de sí mismo como aprendiz. Por otra parte, una dimensión procedural, que incluye el conjunto de estrategias de planificación, control y regulación de las actividades cognitivas. (Rinaudo y otros, 2003, Romainville, 2007)
No se trata de una idea nueva, pero su valor merece ser resignificado en una propuesta de formación que promueva la reflexión sobre el propio proceso de formación y sobre los aprendizajes, y atienda, asimismo, a la necesidad de ayudar a los alumnos en la adquisición de competencias ligadas al oficio de estudiante de nivel superior.
La metacognición constituye un aspecto destacado en las actuales investigaciones acerca del aprendizaje. En primer lugar, por su papel en la promoción de aprendizajes significativos, basados en la comprensión, transferibles. Como señala Entwistle (2000), uno de los rasgos que caracterizan a un enfoque de aprendizaje profundo es la capacidad de efectuar un monitoreo de la comprensión. En segundo lugar, debido a la estrecha ligazón que existe entre la actividad metacognitiva del sujeto y la autonomía, ya que la adquisición de este tipo de capacidades por parte del estudiante, facilita la regulación y dirección de su propio proceso de aprendizaje.
“La construcción de una persona libre no requiere sólo del compartir saberes, sino también la elaboración progresiva de “meta-conocimientos”, es decir conocimientos sobre el modo como ha adquirido, puede utilizar y extender sus saberes. (…) En realidad, no hay otro metodólogo posible que el propio sujeto, quien analiza las condiciones en que se encuentra, se interroga sobre la pertinencia de los procedimientos que utiliza, compara su efectividad con su coste cognitivo, y afectivo, con la inversión que requieren, en términos de tiempo, de complejidad, pero también –y no se dice suficientemente, para mi gusto- en términos de placer y de sufrimiento”. (Meirieu, 2001:155)
La reflexión metacognitiva puede promoverse en el propio marco del desarrollo de una actividad de aprendizaje a través de procedimientos relativamente sencillos basados en la pregunta, el intercambio y el diálogo. Asimismo, la evaluación constituye una herramienta privilegiada para acompañar este tipo de procesos en los estudiantes. En este sentido, numerosas investigaciones señalan la importancia de la evaluación temprana y de la retroalimentación, cuyo valor no depende sólo de su frecuencia sino también de la calidad de la información ofrecida y de las decisiones que puedan tomarse en consecuencia.
La evaluación puede ofrecer al estudiante información valiosa y pertinente que contribuya a desarrollar su capacidad metacognitiva. Es importante que el estudiante aprenda a reconocer cuándo comprende y cuándo necesita más información, qué estrategias pueden usar para evaluar si comprende, qué evidencias necesita para creer determinadas ideas.
Esto permite avanzar un paso más en el análisis de las relaciones entre evaluación y aprendizaje. En efecto, algunos autores sostienen que cuando los resultados de la evaluación impactan en el aprendizaje del alumno, la evaluación se vuelve entonces “formadora”. Si la evaluación formativa es una herramienta para que el profesor pueda mejorar la actividad de enseñanza, la evaluación formadora facilita al alumno la toma de conciencia acerca de lo aprendido y del proceso por el cual llegó hasta allí. Para Bonniol, por ejemplo, la evaluación formativa es el enfoque de la evaluación en el que la regulación concierne centralmente a las estrategias del profesor, en tanto que la “evaluación formadora” enfatiza la regulación operada por el propio alumno. Cuando los estudiantes comprenden claramente los criterios de evaluación, la evaluación se convierte en una verdadera técnica pedagógica que permite a los alumnos dirigir su trabajo y mejorar su desempeño. (Citado en Camilloni, 2004)
La explicitación de los criterios de evaluación a los estudiantes, responde, por un lado, a una preocupación por la transparencia de los procesos de evaluación. Por otro lado, su valor reside en ayudar al estudiante a construir una representación adecuada de la tarea y promover una mayor posibilidad de control y regulación de su parte acerca del proceso de aprendizaje, en vistas al desarrollo de prácticas de estudio cada vez más autónomas.
Finalmente, es interesante señalar que la promoción de procesos metacognitivos no es sólo exigencia para un aprendizaje con comprensión y progresivamente autónomo. Yendo más allá, afirma Mierieu, se convierte en un imperativo que deriva de una mirada de carácter sociopolítico atenta a las diferencias en el capital cultural de los diferentes grupos de estudiantes:
“Exigida por la evolución sociológica del público escolar y por la llegada al sistema educativo de toda una población que no ha tenido la suerte de beneficiarse, gracias a los estímulos de su entorno, de una invitación cotidiana a interrogarse sobre la pertinencia de las estrategias de aprendizaje que emplea, la práctica de la metacognición es mucho más que un simple artilugio pedagógico nuevo” (Meirieu, 2001:156)

5. Palabras finales. Sosteniendo el proyecto y acompañando las trayectorias desde la institución

Hemos hablado hasta aquí de la posibilidad de acompañar la trayectoria de formación de los estudiantes -que se forman como docentes y a la vez se forman como estudiantes- desde el curriculum y desde la enseñanza.
El recorrido procuró ser una invitación a pensar el curriculum como proyecto y como camino a ser recorrido por un sujeto. Se intentó poner énfasis, además, en la idea de proyecto como oferta de sentido y, a la vez, como proceso abierto a la creación de significados, subrayando la necesidad de evitar la fragmentación de la experiencia formativa a través de la apertura a distintos tipos de relaciones en la matriz curricular y la facilitación de diferentes miradas reflexivas: sobre sí, sobre la teoría, sobre las prácticas de enseñanza.
Ahora bien, ni el curriculum ni la enseñanza son entidades abstractas sino prácticas sociales protagonizadas por actores –directores, profesores, tutores– en espacios institucionales singulares. En tal sentido, todo lo que se ha comentado en relación con la propuesta curricular y las prácticas de enseñanza puede ser reconsiderado desde una óptica institucional. Esta perspectiva implica, por ejemplo, pensar en términos de formas de trabajo y modalidades de gestión que resultan necesarias para sostener este tipo de propuestas -espacios, tiempos, encuadres, tareas y encuentros-. Pero también remite, como sabemos, a las tramas interpersonales, culturales y micropolíticas en las cuales el curriculum, la enseñanza y el aprendizaje se desarrollan.
Los desafíos, sabemos, se encuentran en ambos planos. Quienes trabajan en estos ámbitos conocen lo difícil que resulta emprender acciones orientadas a construir formas de organización y vínculos que signifiquen un tránsito hacia una perspectiva más compartida de la tarea educativa, que no implica, por cierto, la negación de las diferencias. Pero saben, también, que allí reside una parte importante del buen acompañamiento y sostén de las trayectorias de formación de los estudiantes.


Referencias bibliográficas

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[1] Se está utilizando el concepto de “práctica social de referencia” tal como fue propuesto por Martinand (1994) y desarrollado por Perrenoud para el campo de la formación docente en particular (1994).
[2]Varios autores se han formulado la pregunta relativa a los diferentes tipos de saberes que son propios de quien enseña (Jackson, 2002, Tardif, 2004) Shulman, en un trabajo clásico, ha señalado los diferentes tipos de conocimientos que están en la base de la formación para la docencia: conocimiento de contenidos; conocimiento pedagógico general -con especial referencia a aquellos principios generales y estrategias del manejo del aula y la organización de la materia-; conocimiento curricular -con particular comprensión de los materiales y los programas que sirven de herramientas para el profesor-; conocimiento pedagógico del contenido -esa amalgama especial de contenidos y pedagogía que es sólo incumbencia del docente, su propia forma de comprensión profesional-; conocimiento de los alumnos y sus características; conocimiento de los contextos educacionales, que van desde trabajos de grupo o clase, el gobierno y financiación del distrito escolar, a las características de la comunidad y su cultura; y conocimiento de los fines, propósitos y valores educacionales y sus bases filosóficas e históricas. (Shulman, 1987)

[3] Tal como señala Vezub, en los estudios sobre empleo y trabajo, el término trayectoria es utilizado para describir las maneras de inserción laboral. Los recorridos que siguen diferentes sectores laborales, profesionales o ciertos grupos en determinadas coyunturas o momentos históricos. El estudio de las trayectorias permite dar cuenta de las oportunidades existenciales así como de su aprovechamiento por parte de los sujetos.

[4] El trabajo de Feldman presenta un interesante análisis acerca del lugar de los propósitos y los objetivos como categorías que permiten dar cuenta de las intenciones pedagógicas, así como una defensa de la posibilidad de su empleo curricular y didáctico en el marco de un enfoque reflexivo de la enseñanza. (Feldman, 2003)
[5] En este proceso juegan un papel decisivo las representaciones finalizantes, que se refieren a lo que el sujeto considera deseable y que están ligadas tanto a imágenes anticipatorias (vinculadas con los proyectos, los propósitos y objetivos) como retrospectivas (ligadas a la evaluación). No se trata de imágenes acerca del entorno o de los objetos sino acerca de su propia acción, que condensan significaciones acerca de lo deseable y, en tanto tales, otorgan sentido a la acción y pueden tener incidencia en su desarrollo. No es ésta la única forma de atribución de sentido a una acción, en tanto hay, por cierto, un proceso de construcción de sentido de carácter eminentemente práctico y que no pasa por lo discursivo necesariamente. Y, de hecho, como señala Perrenoud (1994), la formación también apunta al desarrollo de esas disposiciones propias del oficio. Sostiene, en tal sentido, la importancia de “formar el habitus” promoviendo el desarrollo de esquemas de percepción, pensamiento y acción.
[6] Los enfoques técnico-científicos, por ejemplo, piensan al diseño como conjunto de pasos e instancias de toma de decisión, proceso con un alto grado de lógica, racionalidad y objetividad. Las visiones de orientación deliberativa, por el contrario, creen que se trata de un proceso no lineal sino recursivo que tiene lugar en un contexto socialmente construido; un interjuego constante de decisiones y acciones, de finalidades y medios en el cual la deliberación es el proceso esencial del diseño y desarrollo curricular.
[7]Como señalan Ornstein y Hunkins (1998), la propia idea de diseño remite a configuración, ya que se refiere a la forma o modo particular en que los distintos componentes del curriculum se articulan para configurar una entidad de sentido.
[8]Esto significa que el propio contenido resulta de una actividad constructiva del docente. Por ello, “contenido” no es sinónimo de “tema” –aunque en el lenguaje escolar cotidiano estos términos a menudo se intercambien. Un tema simplemente recorta una porción de la realidad, más exactamente, una parte de nuestro conocimiento acerca de ella; sólo se convierte en contenido en la medida en que se lo ubica en un trayecto, se especifica en relación con ciertos propósitos formativos y se define una forma de presentación. Se puede advertir, entonces, que hay muchas maneras de estructurar un tema como contenido, cada una con un valor formativo diferente. (Basabe, Cols y Feeney, 2003)
[9]Por ejemplo, aun dentro de un curriculum en el que prime la organización por asignaturas, los profesores de diferentes materias pueden establecer correlaciones entre los contenidos de cada una de ellas. Asimismo, es posible proponer proyectos o módulos en cuyo marco se trabaje con diferentes tipos de saberes y capacidades en vistas a su integración. Para un desarrollo mayor de esta temática, ver Camilloni (2001).
[10] Parece oportuno situar a lo largo del curriculum unidades de integración, ya sea en series (por ejemplo un seminario de análisis de prácticas o de acompañamiento del trabajo prolongado en terreno), ya sea compactas, por ejemplo dos o tres semanas dedicadas a unir los saberes, a través de un trabajo sobre la identidad profesional, las competencias, la relación con el conocimiento o a través de proyectos que activen recursos provenientes de diversos componentes del curriculum.

[11] Puede verse al respecto, Cols (2007).
[12]Siguiendo el trabajo de Van Manen (1977), los autores señalan diferentes niveles de reflexión, que abarcan cada uno criterios diferentes para elegir entre líneas de acción alternativas. En el primer nivel de racionalidad técnica, la preocupación dominante tiene que ver con la aplicación eficiente y eficaz del conocimiento educativo con el propósito de alcanzar unos fines dados. En este nivel, ni los fines ni los contextos institucionales del aula, escuela, comunidad y sociedad se tratan como problemáticos. Un segundo nivel de reflexión, se basa en una concepción de la acción práctica por la cual el problema reside en explicar y clarificar las suposiciones y predisposiciones que subyacen en los asuntos prácticos y juzgar las consecuencias educativas que conlleva una acción. En este nivel, se considera que toda acción va unida a unos compromisos de valor particular, y que el que realiza la acción considera el valor de fines educativos rivales. El tercer nivel, la reflexión crítica, incorpora criterios morales, y éticos dentro del discurso sobre la acción práctica. En este nivel, las preguntas centrales cuestionan qué objetivos educativos, experiencias, y actividades conducen a formas de vida influidas por el interés hacia la justicia, la equidad y si las disposiciones actuales satisfacen unas necesidades y unos propósitos humanos importantes.

jueves, 19 de junio de 2008

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